domingo, 25 de enero de 2009

SUEÑOS PREMONITORIOS Y MENSAJES ONÍRICOS




El sueño de la Esfinge

En el año 1426 a. de C. bajo el Imperio Nuevo Egipcio, un joven príncipe llamado Tutmes IV, hijo del faraón Tutmosis, se entregaba al deporte de la caza en la cercanías de Menfis. Tras la agotadora jornada, se aprestó a descansar en la meseta de Gizeh, a la sombra de la enorme cabeza de la Esfinge, lo único que en ese entonces sobresalía de aquella gigantesca escultura; el resto de la mole se hallaba cubierto por la arena. Mientras el príncipe dormía bajo la enorme barbilla de la Esfinge, ésta se le apareció en sueños, prometiéndole hacerle rey a cambio de que le liberase de su prisión de arena. "Mi rostro te pertenece, mi corazón también. Sufro. La carga que pesa sobre mi me hará desaparecer. Sálvame, hijo mío. Si me quitas la arena que me cubre, haré de ti un rey". El príncipe se despertó turbado, pero tomó nota del pedido de la Esfinge tal como quedaría registrado a la posteridad en la "Estela del Sueño" una estela de granito rosa, de 3,6 metros de alto y 15 toneladas de peso (que sería descubierta en el año 1818 por el arqueólogo Caviglia y que hoy puede verse entre las patas de la esfinge). Tutmes IV libró a la Esfinge de su prisión de arena y tal como le fuera prometido, al siguiente año se convirtió en Rey de Egipto, de la XVIII dinastía.


La arqueología ha comprobado que efectivamente, bajo el reinado de Tutmes IV se realizó la primera excavación y restauración del emblemático monumento egipcio. Mil años después de Tutmés IV, todo indica que la Esfinge estaba nuevamente devorada por la arena del desierto, pues en el siglo V a. de C. el historiador griego Herodoto visitó la meseta de Gizeh y se maravilló con las pirámides, pero no mencionó a la Esfinge. Siglos después, el emperador romano Septimio Severo ordenó una segunda restauración de la Esfinge, convirtiéndose en un atractivo turístico de la antigüedad.

Las excavaciones modernas de la Esfinge se iniciaron bajo la breve conquista de Egipto por Bonaparte en 1798. Sin embargo, su cuerpo volvió a quedar enterrado en la arena, sobresaliendo solo su cuello y su cabeza; su nariz ya había desaparecido. No sería desenterrado en su totalidad sino hasta 1926, gracias a la labor de un ingeniero francés, Emilio Barazi. Pero al parecer, la Esfinge aún no ha develado todos sus misterios. Se ha teorizado incluso de unas galerías secretas que discurrirían bajo su cuerpo y que lo conectarían con la Gran Pirámide.


Alejandro Magno y la conquista de Tiro

Según relata el historiador Plutarco, en su obra "Vidas paralelas: Alejandro y César", en el año 333 a. de C. Alejandro Magno llevaba siete meses asediando la ciudad de Tiro, y a punto estaba de renunciar a conquistar la inexpugnable fortaleza, cuando tuvo un sueño que haría cambiar la historia. Esa noche Alejandro soñó con el semidiós Heracles (el Hércules de los latinos), quien le tendía la mano desde los muros de la ciudad sitiada, invitándole a entrar. Cabe señalar que los tirios adoraban al dios Melkark que los griegos identificaban con el semidiós de la fuerza.

En otro sueño Alejandro vio a un sátiro, uno de esas deidades o duendecillos campestres, que le hacía gestos como de querer jugar con él, pero que huía cuando se acercaba, hasta que al fin lograba asirlo, tras mucho esfuerzo. Los adivinos y augures que acompañaban al conquistador interpretaron aquellos sueños como premoniciones de victoria. Incluso uno de sus oniromantes o intérpretes de sueños, de nombre Aristandro, le hizo una interpretación muy ingeniosa del sueño del sátiro: el nombre de sátyros recordaba mucho a la frase: Sà genésetai Tyros ("Tuya es Tiro"), de modo que era una señal de buen augurio que enviaban los dioses. Alentado por estas interpretaciones, Alejandro decidió entonces renovar los ataques contra Tiro, la cual cayó y el joven conquistador pudo subirse a sus elevadas murallas para contemplar la ciudad conquistada. Plutarco remata su relato asegurando que aún en sus días —siglo II— los lugareños mostraban la fuente junto a la cual Alejandro vio al sátiro en su sueño.


El sueño de Calpurnia, la esposa de César

Plutarco nos cuenta también que poco tiempo antes del asesinato de Julio César, éste dormía con su esposa Calpurnia, cuando de pronto un ruido le despertó y vio que todas las puertas y ventanas de la habitación se abrían sin explicación; a su lado, su mujer dormida prorrumpía en voces mal articuladas y en sollozos cortados, como si tuviera una pesadilla. Al despertar, Calpurnia contó que en su sueño había visto como el techo de la casa se caía estrepitosamente, y que de pronto aparecía en su regazo el cuerpo de su esposo, cosido a puñaladas y ensangrentado. Pero no fue el único sueño de mal presagio que avisó de la muerte de César. El mismo César contaba, según refiere Suetonio, que días antes de su muerte, había soñado varias veces que se veía volando por encima de las nubes y una vez que le estrechaba la mano al mismo dios Júpiter. Pero César no tomó precauciones; algunos historiadores creen que en realidad buscaba su muerte, agobiado por una molesta enfermedad.

Suetonio cuenta también, dejando de lado las experiencias oníricas, otros hechos sobrenaturales que ocurrieron antes de la muerte de César. Unos meses antes César había ordenado establecer una colonia de veteranos cerca de la ciudad italiana de Capua. Para construir sus casas, los colonos utilizaron terrenos de un viejo cementerio, trasladando los huesos enterrados hacia otra parte. Entre las tumbas que abrieron estaba la de Capis, el fundador de la ciudad. En ella, los asustados colonos leyeron esta inscripción en lengua y caracteres griegos: "Cuando se desentierren los huesos de Capis, un descendiente de Julo morirá a manos de sus familiares e Italia expiará su muerte con terribles desastres". Julo era el fundador de la gens Julia o familia de los Julios, de la que se preciaba descender César. Hay que recordar que tanto Capis como Julo son personajes legendarios, mencionados en el poema épico de La Eneida. Julo era el hijo del héroe troyano Eneas, y Capis el compañero de andanzas de éste; todos ellos habían arribado a Italia escapando de la destrucción de Troya. Volviendo a la inscripción, el "familiar" a manos del cual iba a morir César podría ser Marco Junio Bruto, de quien las habladurías afirmaban que era su hijo natural, y los "terribles desastres" que padeció Italia tras su muerte fueron causados por la guerra civil entre los asesinos de César y sus antiguos partidarios.

Suetonio menciona también al arúspice o adivino llamado Espúrina, quien advirtió a César que tuviese cuidado con los idus de marzo. Los idus eran los días 14 y 15 de cada mes, en el calendario romano. César no hizo caso de la advertencia y más bien prescindió de su escolta armada días antes de su muerte, por lo que quedó más vulnerable. Al llegar el fatídico día, César encontró a dicho adivino justo en la entrada del edificio de la Curia, donde se reunían los senadores. César le dijo bromeando: "¡Qué!, ¿han llegado ya los idus de marzo?" "Sí, César, pero no han acabado todavía", respondió el adivino. César ni se inmutó y entró al local, donde le esperaban Casio, Bruto y otros conjurados (año 44 a. de C.).


El sueño de la esposa de Pilato

En la Biblia, hay cerca de setecientos menciones de sueños, de hecho el sueño aparece como una de las formas elegidas por Dios para transmitir su palabra a algunos de sus hijos mortales. Archiconocidos son por ejemplo, los relatos de José interpretando los sueños del faraón y los de Daniel los de Nabucodonosor. Pero existe sin embargo una alusión a un sueño premonitorio que generalmente se pasa por alto, el de la esposa del gobernador Poncio Pilato, en el marco de la Pasión de Cristo. Según relata el evangelista Mateo, cuando Pilato juzgaba a Jesús sentado en la gabatha o tribunal, su esposa le envío un mensaje diciéndole: “No te metas con ese hombre justo, porque anoche tuve un sueño horrible por causa suya”. Mt 27, 19.

En la noche del Jueves Santo, cuando Jesús fue apresado secreta y intempestivamente por los guardias del templo, nada hacía prever lo que ocurriría al día siguiente, Viernes Santo, de modo que bien se puede considerar el sueño de la esposa de Pilato como premonitorio. Acerca de ella los Evangelios no añaden nada más y los relatos apócrifos se han encargado de llenar el vacío, pero suelen contradecirse entre sí. Una de esas tradiciones posteriores es el escrito apócrifo conocido como los Hechos de Pilato (Acta Pilati), donde se afirma que se llamaba Claudia Prócula (otros añaden que era pariente del emperador Tiberio). Afirman además que pertenecía a las prosélitas de la puerta, es decir, a un grupo de romanas que se adherían a la religión judía, aunque no perteneciesen al pueblo de Israel. Una tradición que se remonta al menos hasta Orígenes (siglo III) asegura que se hizo cristiana, junto con su esposo. De hecho Pilato figura como un santo de la Iglesia Oriental. La iglesia copta la considera mártir y celebra su festividad el 25 de Junio.


La lanza de Cristo

En el año 1097, en plena Primera Cruzada, los cruzados se hallaban sitiando la ciudadela (ciudad alta) de Antioquia (Siria), cuando fueron a la vez rodeados por un nutrido ejército musulmán a órdenes de Kerboga, sultán de Mosul. Los cruzados se encerraron tras los muros de la ciudad baja y pronto se acabaron todas las provisiones. Empezaron a comer hierba, cuero, hojas de higueras y cardos y muchos desesperados, se negaron a batirse y huyeron. La derrota de los cruzados era pues inevitable

Pero cuando ya se habían perdido las esperanzas de salvación, Raimundo de Tolosa (uno de los caballeros que comandaba a los cristianos), recibió la visita de un sacerdote provenzal: Pedro Bartolomé, quien le dijo que se le había aparecido en sueños el apóstol Andrés y le había dicho que en el suelo de una de las iglesias de la ciudad estaba enterrada la lanza que traspasó el costado de Cristo en la Cruz. Esa reliquia sería la que daría la victoria a los cruzados. Raimundo mandó que cavaran en ese lugar, y durante todo el día doce hombres hicieron esa tarea. Al atardecer, ya cansados, los trabajadores abandonaban la labor, cuando entonces llegó el mismo Pedro Bartolomé, quien bajó a la fosa y al cabo de un rato salió con una punta de lanza en las manos. Era el 14 de junio de 1098. La noticia circuló pronto y provocó en los sitiados una fe inquebrantable en la victoria. Comandados por Raimundo de Tolosa, salieron a luchar y pusieron en fuga a las innumerables fuerzas del sultán Kerboga. En el lugar abandonado por los turcos hallaron víveres y un rico botín de guerra. La victoria junto a los muros de Antioquía ha sido considerada siempre como la más brillante acción de todas las cruzadas.


Muchos, naturalmente, no creyeron que esa punta de lanza era la que había herido a Cristo y calificaron de farsante al fraile provenzal. Los jefes cruzados decidieron entonces que Pedro Bartolomé se sometiera a la prueba del fuego o “juicio de Dios”, esto es, pasar por una hoguera encendida llevando en sus manos la reliquia: si lograba pasar la prueba sin sufrir daños, era verdad lo que decía. Así se hizo: el clérigo, llevando en sus manos la punta de lanza y vestido solo con su ropilla interior, cruzó el fuego, que se extendía en un espacio de 10 varas. Según el testimonio de unos, el sacerdote salió de la hoguera con ligeras quemaduras, pero fue atropellado por la multitud que quería arrancarle pedazos de su ropilla para conservarlas como reliquia; a consecuencia del apretujamiento el pobre fraile murió pocos días después. Otra versión dice que salió tan maltrecho de la prueba de fuego que murió a consecuencia de las quemaduras. Lo único seguro de esta historia es que el fraile murió a los pocos días y la punta de lanza fue desde entonces la reliquia de la Pasión de Cristo de la que se tuvo menos dudas.



Los manuscritos perdidos de Dante

El gran vate italiano, Dante Alighieri afirmó que la inspiración para su obra maestra, la “Divina Comedia”, la tuvo un Viernes Santo, durante un sueño. Cuando murió en 1321, parte del manuscrito de su magnífica obra se había extraviado, precisamente los últimos cantos, los relativos al Paraíso. Jacopo y Pietro, los hijos del genial poeta, buscaron los manuscritos por varios meses sin resultado. Llegaron a creer que Dante no había terminado la obra y ya pensaban en redactar ellos mismos el final del poema, cuando Jacopo vió en sueños a su ilustre padre, envuelto en ropaje blanco y bañado de una luz etérea. Jacopo preguntó a la visión si el poema se había completado. Dante asintió con la cabeza y señaló a Jacopo un lugar secreto en su viejo gabinete. Al despertar Jacopo corrió en busca de Piero Guardini, un abogado amigo de Dante para llevarlo como testigo y los dos fueron al lugar indicado en el sueño. Allí había una pequeña persiana fija a la pared. Al levantarla encontraron un ventanuco. En su interior había algunos papeles cubiertos de moho. Los sacaron con sumo cuidado, los limpiaron y pudieron comprobar que eran los papeles de Dante, escritos de su puño y letra. Con ello se completó “La Divina Comedia” que pudo ser al fin publicada. De no haber sido por la visión soñada, uno de los más grandes creaciones literarias de todos los tiempos habría quedado inconclusa.


El visión del inca Viracocha

Hacia finales del siglo XIV gobernaba en el Cuzco el inca Yahuar Huaca, bajo el cual recién se iniciaba la política expansionista de los incas que los llevaría tiempo después a crear un gran Imperio. Yahuar Huaca tuvo tres hijos, al segundo de los cuales, de nombre Pahuac Hualpa, nombró como su heredero, mientras que al tercero, Hatun Topa, lo desterró lejos del Cuzco, en castigo por su carácter levantisco y violento.

Hatun Topa permaneció recluido en el paraje campestre de Chita, a diez kms al oeste del Cuzco, dedicándose al pastoreo del ganado del Sol, bajo la amenaza de pena de muerte si volvía a presentarse en el Cuzco. No obstante la amenaza, al cabo de tres años Hatun Topa se presentó ante su padre el Inca, diciendo que tenía un mensaje de parte de alguien más grande que él. Enojado Yahuar Huaca, pero picado por la curiosidad de saber quien sería ese otro “más grande” que él, recibió a su hijo, quien le contó lo siguiente (según Garcilaso):

“Señor, sabrás que estando yo recostado hoy a medio día (no sabré certificarme si despierto o dormido) debajo de una gran peña de las que hay en los pastos de Chita… se puso delante un hombre extraño, en hábito y en figura diferente a la nuestra; porque tenía barbas en la cara de más de un palmo, y el vestido era largo y suelto que le cubría hasta los pies; traía atado por el pescuezo un animal no conocido”.

El personaje de dicha visión, quien dijo llamarse VIRACOCHA, le advirtió que se preparaba mucha gente de armas en las provincias sujetas por los incas y de otras aun no sujetas, para marchar contra el Cuzco con la intención de destruirla.

Yahuar Huaca al oír tal relato se enfureció y no quiso creerle tomando todo como inventos disparatados. Las provincias se hallaban pacíficas y nada presagiaba un levantamiento. Ordenó pues a su hijo que volviera de inmediato a Chita a sus tareas de pastor, amenazándolo con matarlo si regresaba.

Tres meses después, llegaba al Cuzco la noticia del levantamiento de los feroces Chancas, de los valles de Andahuaylas y Apurímac, quienes con un ejército nutrido se acercaban peligrosamente al Cuzco. Atemorizado, Yahuar Huaca abandonó la ciudad. Enterado de la noticia, Hatun Topa abandonó su retiro de Chita y partió presuroso al Cuzco; en el camino se encontró con su padre, a quien ásperamente reprochó su conducta. Luego organizó la defensa del Cuzco y con ayuda de unos aliados derrotó a los Chancas, un episodio crucial en la historia de los incas. De haber triunfado los Chancas otra hubiera sido la historia del Perú.

Hatun Topa fue proclamado Inca y en honor al personaje de la visión que le advirtió de estos sucesos, cambio su nombre por el VIRACOCHA, como es que la historia más lo recuerda. Fue el padre de Pachacútec. Otros cronistas sitúan el relato de la invasión de los chancas bajo el reinado del mismo Viracocha, poniendo a Pachacútec como el salvador de la ciudad, aunque todos coinciden en la visión del dios Viracocha que puso en alerta a los incas del peligro inminente.


La muerte del mariscal Junot

La siguiente historia ocurrió en Francia, bajo el Imperio de Napoleón Bonaparte. La noche del 22 al 23 de julio de 1813 la duquesa de Abrantes tuvo una espantosa pesadilla. Vió claramente junto a su cama a su esposo, el mariscal Andoche Junot (quien por entonces ejercía como gobernador de Iliria), vestido con el mismo abrigo gris que llevaba el día en que había partido del hogar y con el rostro pálido y profundamente entristecido, aunque lo más aterrador, según contó la duquesa después, fue verle caminar cojeando en torno al lecho, pudiendo notar que tenía una pierna horriblemente fracturada.

En la semana siguiente la duquesa se enteró que en aquel mismo día y hora en que ella despertaba aterrada en su mansión, a miles de leguas de distancia su esposo se arrojaba por una ventana del palacio de Iliria, muy deprimido por el maltrato que había sufrido de parte de Napoleón, quien le culpaba por la derrota francesa en España y de otros sucesos más ocurridos en el frente ruso. De hecho, su nombramiento como gobernador de una provincia menor como Iliria era una manera de humillarle. El mariscal sólo consiguió romperse una pierna, pero tuvo que ser sometido a una intervención quirúrgica a consecuencia de la cual murió, en Montbard, el 29 de Julio de 1813.



El niño que regresó de la tumba

En 1865 en una granja de Wisconsin, un médico certificaba la muerte de Max Hoffmann, un niño de cinco años quien a juicio del doctor había contraído el temible cólera. Nada había podido hacer para evitar el fatal desenlace. El cuerpo fue sepultado. Aquella noche, la señora Hoffmann tuvo una horrible pesadilla. En ella veía a su hijo retorciéndose en el ataúd, esforzándose por salir. No bien despertó, contó a su esposo el sueño, pero el hombre no hizo caso, pues pensó que todo era consecuencia de la emoción sufrida durante el día. Pero como la pesadilla se sucedió la noche siguiente, se levantaron ambos de la cama y se dirigieron al cementerio. A la luz de una linterna desenterraron el ataúd. Al abrirlo vieron el cuerpo del niño retorcido, tal como la madre lo había visto en su sueño. El padre lo cargó en sus brazos y lo llevó al médico. Aun tenía signos de vida. Media hora después el niño despertaba.


Lincoln vió su funeral

Pocos días antes de ser asesinado, Abraham Lincoln, 16º presidente de EE.UU. tuvo un sueño premonitorio que lo impresionó lo suficiente como para que lo comentase con su esposa, gracias a cuyo relato lo conocemos. El "viejo Abe" como lo llamaban cariñosamente sus cercanos, soñó que se encontraba durmiendo y que un clamoroso llanto le despertaba. Se levantó entonces y acudió a la Sala Este, en la Casa Blanca, de donde venían los lamentos. Allí se encontraba un catafalco, rodeado de una gran multitud doliente, entre los que destacaba un grupo de oficiales. Un paño negro cubría el rostro del cadáver encerrado en el féretro. Lincoln se volvió hacia los presentes para preguntarles: "¿Quién ha muerto en la Casa Blanca?" Le respondieron: "el presidente, lo han asesinado". De inmediato Lincoln se despertó sobresaltado. El sueño había sido tan real y vívido que pudo contarlo a su esposa con todos los detalles. Veintidós días después, en la noche del 14 de abril de 1865, caía víctima de un disparo en la cabeza hecho por un fanático sudista, en el teatro Ford de Washington.


El psiquiatra Von Gudden y el "rey loco"

El Dr. Bernhard Aloysius von Gudden, era profesor de psiquiatría en la Universidad de Munich y médico privado de Luis II de Baviera, personaje éste al que la historia conoce como "el rey loco", debido a sus extravagancias. En la mañana del domingo 13 de junio de 1886, el Dr. Gudden se levantó muy indispuesto y contó a su esposa y a un amigo cercano que había tenido un horrible sueño la víspera: se veía a sí mismo sumergido en el agua, ahogándose y luchando con un hombre furioso al que no consiguió identificar por no verle la cara.

Ese mismo día Gudden salió de paseo con su amigo y paciente, el rey Luis de Baviera, a orillas del lago Starnberg. El rey había sido declarado incapaz de gobernar debido a sus problemas mentales; se le había sometido a severa vigilancia y su palacio Berg a orillas del lago convertido en una especie de prisión real. Sin embargo, Gudden encontró aquel día muy mejorado a Luis, y lo veía comportarse de manera normal. El psiquiatra se confió entonces y hasta pidió a los dos ordenanzas encargados de la custodia del rey que no los siguieran, ya que no veía necesario tanta vigilancia. El paseo de ambos se prolongó más de lo esperado. Ya de noche se dio la alarma de la desaparición de ambos y se empezó la búsqueda incesante en torno al lago.

Al fin se hallaron los cuerpos ahogados del doctor Gudden y del rey Luis II, que flotaban a escasos 20 metros de la orilla. El reloj del rey se había detenido a las 18:54 de ese día 13 de junio de 1886. Cuando los dos cuerpos fueron examinados, se observó que el rostro del doctor Gudden estaba rasguñado y que tenía un raspón en una ceja, seguramente como resultado de un puñetazo. Las marcas en su cuello sugerían un intento de estrangulamiento. El cuerpo del rey no presentaba heridas. En base a esos indicios se pudo reconstruir cómo pudo desarrollarse la tragedia: el rey se habría arrojado al agua, con la intención de escaparse o quizás de suicidarse. Gudden trató entonces de alcanzarlo. Debió seguir una feroz lucha entre ambos dentro del agua; Luis lograría ahogar a Gudden para luego él también sucumbir ahogado en el lago. El rey era un buen nadador, por lo que su muerte no pudo deberse a su impericia. ¿Suicidio? ¿o acaso le dio un ataque al corazón en pleno lago por lo que no pudo salvarse?

Lo cierto es que el sueño del dr. Gudden la madrugada anterior había sido profético: nunca pudo imaginar que aquel hombre furioso que le ahogaba en su pesadilla era el mismo rey Luis. Jamás habría creído posible algo así en una persona, que si bien no andaba en sus cabales, sin embargo últimamente solo lo había visto como a un niño indefenso.



Los hermanos Clemens

Hacia 1858, el joven Samuel Clemens (más tarde conocido universalmente como Mark Twain) se hallaba de aprendiz de piloto de barco en las peligrosas aguas del Mississippi, a bordo del Paul Jones. Su hermano menor Henry compartía también ese gusto por la vida del río; Sam amaba entrañablemente a su hermano y logró conseguirle un empleo a bordo del Pennsylvania, otro buque que recorría esa vía fluvial. Los dos se encontraban con frecuencia, bien al cruzar sus buques, bien al hacer escala en un mismo puerto. La vida parecía sonreírles a ambos jóvenes, cuando de pronto sobrevino la desgracia.

Una noche Samuel tuvo un extraño sueño: vio a su hermano Henry tendido en un féretro. El ataúd se sostenía por una silla en cada extremo. Una rosa roja destacaba sobre su pecho. En fin, solo era un sueño, se dijo para sí mismo Samuel y no dio más vueltas al asunto. Dos días después, encontrándose Henry en el Pennsylvania, hubo una explosión en las calderas del buque. En el incendio desatado perecieron 150 personas. La explosión lanzó a Henry al río a alguna distancia del buque, pero resultó ileso, por lo que empezó a nadar para ganar la orilla. Pero al escuchar los gritos de auxilio de algunos tripulantes, decidió volver a nado hacia el buque incendiado, para salvar a cuantos pudiese. Trágica decisión. Horas después llegaba un buque de rescate que transportó a Henry y a otros lesionados hacia Memphis. Al enterarse de lo ocurrido, Samuel se dirigió de inmediato hacia Memphis; ya en la ciudad corrió al edificio público donde 40 víctimas de la explosión yacían en el suelo, acostados en jergones y envueltos en algodón de rama. Era ya tarde: su hermano Henry acababa de fallecer, por la gravedad de sus quemaduras. Unas damas compadecidas, depositaron sobre el cadáver un ramo de rosas blancas, en el centro de las cuales destacaba otra de color rojo. Tal como lo había visto Samuel en su sueño, noches antes. Años después, ya como Mark Twain, el escritor relataría este episodio en "La vida en el Mississippi". Nunca dejó de culparse por la muerte de su hermano.


Un obispo vió en sueños el atentado de Sarajevo

El 28 de junio de 1914, a las cuatro y media de la madrugada, monseñor Joseph de Lanyi, obispo de Grosswardin (Hungría), despertó sobresaltado. Acababa de tener una pesadilla tan real y vívida que pudo recordarla muy detalladamente: soñó que veía sobre su escritorio una carta con bordes negros y el escudo de armas del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austro-húngaro. Al abrir la carta vio escrito lo siguiente, de puño y letra del archiduque: "Su eminencia doctor Lanyi: mi mujer y yo hemos sido víctimas de un crimen político en Sarajevo. Nos encomendamos a sus oraciones. Sarajevo, 28 de junio de 1914." Monseñor de Lanyi conocía muy bien la letra del archiduque pues había sido su profesor de lengua húngara. En el mismo sueño, vió también una sucesión de imágenes que se proyectaban desde el interior de la carta y se agolpaban ante su vista: veía primero una calle que daba a un callejón. Luego un automóvil desplazándose con el archiduque y su esposa a bordo; ante él tenía a un general, y otro oficial al lado del chofer. La multitud rodeaba el vehículo, y de entre el gentío dos muchachos, se adelantaban y disparaban sobre la pareja real.

No bien despertó, el obispo tomó nota del sueño, con todos sus detalles que recordaba. A las seis de la mañana, cuando llegó su asistente, le ordenó que llamara a su madre y a su anfitrión para contarle la horrible pesadilla que había tenido.

A la mañana siguiente, monseñor Lanyi recibió un telegrama en el que se le informaba del asesinato del archiduque Francisco Fernando y de su esposa, a manos del nacionalista serbio Gravilo Prinzip, en la ciudad de Sarajevo, hecho que sería el detonante de la Primera Guerra Mundial. Todo había ocurrido en la tarde del día anterior, tal como lo había visto en su sueño unas doce horas antes.


La "voz misteriosa" que salvó la vida de Adolfo Hitler

Entre los años 1914 y 1918, durante la Gran Guerra (después conocida como la primera guerra mundial) un joven y oscuro cabo austríaco bregaba en el frente bajo las banderas del ejército del rey de Baviera y del Imperio alemán. Su nombre: Adolfo Hitler. Sus camaradas de entonces le recordaban como un ser extraño. No recibía cartas ni regalos de su casa. Nunca pedía permiso ni tenía siquiera el interés natural de todo soldado combatiente por las mujeres. Nunca gruñía, como lo hacía el resto de sus compañeros, de la mugre, de los piojos, del fango o del hedor de las trincheras, ni nunca maldecía ni mandaba al diablo a la guerra, como era lo común entre los soldados tras años de agobiante lucha. Era un guerrero impasible, muy compenetrado con la causa del Imperio alemán, pero que ya por entonces creía y lo decía abiertamente, que Alemania no ganaría mientras no se acabasen antes con los enemigos invisibles del pueblo alemán: los parásitos judíos y los bribones marxistas.

Años después, ya como amo de Alemania, Adolfo Hitler contó a la periodista Janet Flanner una experiencia extraordinaria que le tocó vivir en su época de soldado en las trincheras. Una noche, acabando de cenar con sus camaradas, se echó a descansar. Le sobrevino un sueño ligero cuando de pronto escuchó una voz misteriosa, con fuerte acento de mando, que le ordenaba levantarse y alejarse del lugar. De inmediato Hitler se puso de pie y caminó unos veinte metros por la trinchera. No bien se percató que solo había soñado aquella voz, y cuando ya se acomodaba para descansar de nuevo, cuando un destello y un estampido ensordecedor estremeció el lugar que acababa de abandonar. Era un obús perdido que estalló matando instantáneamente a todos sus compañeros con los que acababa de cenar. ¿De dónde provino esa voz que en sueños salvó la vida al futuro Fuhrer?


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Simón Chara G.
Lima-Perú

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